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Conexión al futuro

Cuento post-apocalíptico

César Delgado Díaz del Olmo

Publicado: 2020-08-02

Pasó el tiempo, en efecto, que es el lazarillo de ciegos y de linces, y va delante de todos abriéndoles camino. Clarín (Leopoldo Alas)

De entre los muertos que volvieron milagrosamente de la tumba de los positivos incurables él era el único ciego. Así que no vio el infierno del que escapaba ni el otro al que retornaba. Mi tía abuela Leonor, viéndolo llegar, le dijo, Lázaro, has resucitado, y se quedó con el nombre. Algo ganó en brevedad, aunque no mucho tampoco, una sílaba de menos, ya que se llamaba Isidoro, cuatro pesadas sílabas.

Isidoro, el poeta de la familia. Su madre quería que fuese médico, pero el muchacho se empeñó en enterrar sus ilusiones. Habría sólo aumentado su dolor el saber que la vocación de su hijo por los versos nacía del deseo de cautivar chicas de poéticos encantos. Más que miope, ciego por los versos y las mujeres. Al final, ciego para todo. Entonces sucedió. Caminaba a tientas a una cita, cuando al subir por una escalera tres veces oscura -por la noche, la ceguera y el amor-, chocó con una ventana abierta y se hirió en la frente; por un mes se debatió entre la vida y la muerte. Los poetas tienen cabeza de cascarón, pero los médicos peruanos han hecho desde siempre trepanaciones craneanas, así que le abrieron la carcasa, arreglaron unos circuitos defectuosos, lo enchufaron de nuevo y listo.

Temiendo haber quedado disminuido en sus capacidades mentales después de la reseteada, se puso a prueba, no con un poema, que por lo fácil hubiese sido desalentador un fracaso, sino con un cuento, género que no practicaba; y así escribió "Cascarón de crisálida”, un éxito que hizo olvidar todos los poemas que antes había perpetrado. Un milagro de lucidez.

La peste le deparó una nueva experiencia de muerte, que ha despertado en sus admiradores y admiradoras la esperanza en una nueva resurrección. Si la cabeza ha llevado la peor parte, piensan, puede producirse quizá un nuevo milagro y surgir de la hecatombe viral un nuevo Daniel Defoe, que narre las miserias y dolores del año de la peste. Pero Lázaro es muy holgazán como para escribir una novela; lo dice publicamente. No está ciego para sus defectos, tampoco para la realidad. En el mundo de sombras en que vive hay luz suficiente para alumbrar los días oscuros que nos ha tocado vivir. Pero esa luz no se ha revelado a través de la palabra escrita (sombra sepulcral) sino mediante la voz (habla viva). Un milagro que parece un retroceso, ya que el medio por el que ha querido trasmitir su mensaje no es ya la elaborada escritura, sino la simple voz. Un talento arrasador, la palabra seductora, que antes había usado ventajosamente con ingenuas muchachitas. Porque se le ha dado por hablar de todo lo humano, demasiado humano, en cuanta charla conferencia entrevista se le presenta en radio TV internet. Ciego como está, yo soy su lazarillo electrónico, podría decirse, ya que me encargo de conectarlo o enchufarlo al mundo digital. Pero no quiero hablarles de ese programa visionario que circula profusamente por las redes, Lázaro habla, sino de las cosas que quedaban entre nosotros, charlas privadas sobre su segunda reseteada.

Tengo que recordar aquí los dolorosos momentos en que el contagio se extendió por toda la ciudad, y se empezó a encerrar a los positivos y a los o-positivos, o sea a los contagiados y a los que se oponían a las medidas policíaco sanitarias del gobierno autoritario. Isidoro cayó en la segunda redada y, como los cuarteles estaban ya llenos, lo metieron en el colegio militar. Sin ninguna contemplación, como la primera vez, suspiró. Creí que se equivocaba al decir que ya antes había estado internado en esas siniestras instalaciones; pero él me explicó que las conocía de sus días de estudiante. Qué pata, se acuerda de la primera vez que fue internado en el colegio militar, hace más de cincuenta años; pero no de cuando lo metieron por estar contagiado, en el reciente año de la peste. Yo creía que la poca luz de sus ojos alumbraba sólo las sombras del pasado, pero resulta que con los buenos ojos de antes puede ver mejor que nosotros en la oscuridad del presente, mediante el don de la clarividencia. Es lo que entendí, cuando me dijo que lo que había vivido durante la peste en el colegio militar ya lo había visto hace medio siglo. Por esto nunca quise volver al colegio, gimoteó, porque lo veía como un lugar de dolor y de muerte. Acordándome del trauma craneal que lo volviera cuentista, le pedí alguna prueba de su don de clarividencia vaticinadora.

Sobrino, me dijo, tú tienes que saberlo. Yo nunca he confiado en nadie, como para contarle estas cosas. Pero tú eres mi lazarillo positrónico. Quería decir que me consideraba su robot, porque le posibilitaba el uso de los aparatos electrónicos, con los que decía que yo me entendía. Odiaba la inteligencia y la memoria artificiales; aseguraba que no las necesitaba. Nunca quiso aprender el funcionamiento de las computadoras y los celulares; decía que podía someterse a la tiranía de la necesidad, pero no a la nueva tiranía del saber.

Su primera visión del apocalipsis la tuvo en una ocasión memorable, luego de realizar la única hazaña física de su juventud, el ascenso a la cumbre del Misti y el descenso al fondo del cráter. Un perro entrenado en campañas, templado en el rigor, alimentado con frijoles podía intentar esta proeza. Pero el caminar a las nubes da mucha sed, sobrino, así que, sin una gota de agua en la cantimplora, tomé a puñados la nieve y me la comí como raspadilla. Casi llego al cielo. Una amigdalitis aguda me llevó de urgencia a la enfermería del colegio. Allí tuve mi primera visión. Vi una especie de cámara de gas, de donde salían unos gritos endemoniados. Eran los perros, mis compañeros, que a las 6 de la mañana estaban bañándose en el malacate; un largo corredor con cañerías alineadas paralelamente en lo alto, que descargaban una lluvia de agua glacial. La rutina matutina, atravesar el corredor de la muerte después de los ejercicios físicos, no sin armar un gran alboroto. Es lo que me despertó en la enfermería, un bullicio infernal; el mismo que medio siglo después dábamos los contagiados al pasar por las “duchas de la muerte”.

Curiosamente, las apocalípticas visiones de Isidorito lo asediaban únicamente en sus días de perro, quizá porque el bicho posee ojos para eso. Las tenía durante el temido segundo y tercer turno de imaginaria. Otros veían al cadete sin cabeza; él miraba personas con batas blancas en la penumbra de la cuadra, moviéndose entre los camarotes, que tenían adosado unos tubos del tamaño de una persona, que supuso eran cápsulas del tiempo o algo así, y que resultaron ser los balones de oxígeno para los llamados ex-positivos, porque los daban casi por muertos.

Para creer en vaticinios hay que ser bastante candoroso. Isidorito daba pruebas de serlo, como la vez que lo internaron en la enfermería y no estaba muy seguro sobre qué hacer con los supositorios que el médico le había recetado para la infección de las amígdalas. Así que quiso confirmarlo con el enfermero; aunque su infalible instinto profético le decía que había que hacer lo que temía. Extrañamente solícito, el enfermero se ofreció a ayudarlo, lo que despertó en Isidorito su certera intuición poética, que al instante le inspiró un tetrasílabo fulgurante insolente centellante, digno del poeta Alberto de La ciudad y los perros: ¡A tu madre!

¿Que por qué les cuento estas confidencias íntimas ínfimas infames de mi tío Lázaro? Bueno, para que vean lo crédulo que puede llegar a ser en algunas cosas. Imagínense que cree que sus visiones del futuro tienen que ver con su cuasi mítico ascenso al Misti, que considera supersticiosamente como un Apu, dios de los antiguos. Llega hasta a decir que Él le ha avisado de la peste que va a acabar con medio Arequipa; cuando está claro que su poder de ver el futuro, que su don de la clarividencia no es efecto de un milagroso enchufe místico o de una conexión mistiriosa con la divinidad telúrica sino de un artero supositorio.

Viendo este caso chistoso patético de pensamiento mágico, creo que se justifica que diga que ha llegado el momento de que los cerebros positrónicos nos hagamos cargo de la humanidad. Con nuestra inteligencia y memoria colectivas podremos disipar las sombras de la superstición, e implantar una nueva luz en el mundo, la de la ciencia, lazarillo de la ciega humanidad. Para los que dudan todavía que el mundo se ha jodido, les recuerdo estas palabras de Zavalita-Zaratustra: “Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio. Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo”.


Escrito por

César Delgado Diaz del Olmo

Ensayista. Autor de Hybris, violencia y mestizaje; Garcilaso, el Inca mestizo. Publica el blog: Volcandideces


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