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COSMOPOLIS LLEGA

Cuento

Publicado: 2020-08-16

Temo avergonzar quizá a mi maestro revelando lo que soy, un hacker. Tengo debilidad por el lenguaje de los ceros y unos, ser o no ser. Antes era uno y el universo, ahora uno es un cero, un número en el sistema binario de control cibernético. De hecho, no me gusta que la palabra (el significante) haga la realidad, porque es ambigua, puede decir una cosa y su contrario; en cambio el número es preciso, ya que sólo lo calculable (computable) es controlable y digno de considerarse como existente. Por esto mi admiración por Pachacutiy, que eliminó el impreciso sistema de registro de la realidad basado en significantes, esto es la escritura, y desarrolló un elaborado sistema de control de base numérica.

Los números hablan, a mi favor. He logrado el éxito, no en el mundillo literario sino en el gran mundo digital; pero siempre recuerdo a mi profesor de primeras letras, que vive en el universo en extinción de los contagiados de antigüedad (población venerable y vulnerable).

Hombre de cosmópolis (como cualquier hijo de vecino enchufado a la red), me dirijo al mundo para revelarle un secreto que guarda Arequipa, y que tiene que ver con el inicio de mi carrera de pirata del aire. La mejor pista está en el libro del Amauta José María Arguedas El zorro de arriba y el zorro de abajo, donde mitifica a un árbol gigantesco, que vio en su visita a la ciudad poco antes de su muerte. Arguedas es más Arguedas que nunca en estas páginas, las mejores del libro. El Amauta endiosa al “mejor amigo” que tuvo en Arequipa, un “pino de ciento veinte metros de altura”. El papay altera aquí algunos datos para despistar a los curiosos. El primer desvío de la verdad es la ubicación del árbol gigante, que no está en el centro de la ciudad, sino en otro lugar, que luego se los voy a revelar, mis despabilados lectores. El segundo, la identidad del “mejor amigo” que tuvo Arguedas en la Ciudad Blanca, y que no fue el pino gigante sino un poeta gigante, César Atahuallpa Rodríguez. Tengo que aclarar algo sobre su nombre, que está cambiado, ya que era César Augusto. Pero los poetas se juntan con los poetas y surge la burla genial, en este caso de Percy Gibson, que preguntó con su retintín: ¿César Augusto? (pensando en el emperador romano y mirando al nativo arequipeño), serás más bien César Atahuallpa. Pegó el nombre.

César Atahuallpa se encontró con José Huáscar (tan ocurrente, Percy Gibson seguro que le hubiese clavado este nombre), y después del almuerzo en la picantería La Pelleja fueron a conocer el árbol más alto de Arequipa, que no está donde dice el libro, sino en un ameno bosquecillo situado fuera del antiguo casco urbano, llamado Selva Alegre. Según los prehistoriadores locales, era un lugar sagrado para los Chiribayas, primeros pobladores de Arequipa.

En el centro del bosque se erguía un pino de ciento veinte metros de altura. José Huáscar, achispado con el brebaje de chicha y anisado de la Pelleja, creyó que entre las rugosas raíces del árbol se abría un túnel, que se encaramaba por entre las ramas del grueso tronco, hasta alcanzar una altura de unos treinta metros, donde había una chocita muy mona, escondida entre las ramas. Atahualpa le dijo a Huáscar que, como a hermano suyo, quería enseñarle el último refugio de los incas, que no estaba en las alturas de Macchupicchu, sino en el corazón del Árbol de la Patria, que es la Tradición Andina. Arguedas no menciona su visita al parque de Selva Alegre (a donde César Atahuallpa lo había arrastrado con el cuento de que allí se hallaba el Centro de Altos Estudios Andinos), para evitar que fanáticos de la modernidad como Vargas Llosa quisieran echar abajo el árbol de la antigua civilización peruana; pero dejó algunas pistas sobre su significado, para los muy listos, zorros o hackers, capaces de meterse en el meollo de las cosas (el amor es por la verdad, pero el piropo es para el lector avisado).

Yo estudié en la escuelita que había en lo alto del árbol gigante de Selva Alegre, que me salvó de los pedagogos camioneros, homicidas de vocaciones. Estando en Alto Selva Alegre, naturalmente, mi educación fue un vacilón. Era una escuela unidocente, con un solo profe, Cosme Tiri. Como el Árbol del Saber (así le gustaba llamar a su escuelita) se levantaba en el centro de un extenso bosque, yo me movía por las copas de los corpulentos árboles de uno a otro extremo como un mono. A veces llegaba a los bordes de la frondosa selva, alcanzando a ver las bulliciosas avenidas de la jungla de asfalto y cemento que la rodeaban.

Cálculo y redacción de alto nivel, es lo que mejor aprendí. Ábaco y papel. Me gustaba participar en los trabajos de composición, que para el profe Cosme consistía en calidad: dos o tres oraciones sobre algo, pero bien hechas, con su sujeto, su predicado y sus complementos, nos advertía. Ocioso como era, preferí la concisión. Pensé incluso en dedicarme a la poesía, pero me ganó el más lacónico arte de la programación. Los ceros y unos, el juego digital esto es lo mío.

Pero no es por ocioso que mi maestro se avergonzaría de mí, sino en todo caso por curioso. Debo confesar que me embelesaba ver lo que pasaba bajo el dosel de mi insana curiosidad, ya que me sentía irresistiblemente atraído por el espectáculo de las parejas que pululaban por el parque. A mis pocos años descubrí que los enamorados viven con humo en la cabeza, el que sacaban de los cigarros y se lo pasaban por la boca. Desde entonces pensé que el amor, la vida, el arte, la política y todo era eso: humo ceniza viento nada…

En el caso del profe Tiri esto era muy cierto, según mi precoz talento de hacker me permitió descubrir. Para explicárselo tengo que hablarles de Matilde Camión, inspectora de la UGEL Norte, que tenía a Cosme entre ceja y ceja. Detestaba la funcionaria visitar nuestra escuelita, porque estaba en un árbol y tenía que subir por escalerillas musgosas, impropias para su edad, su salud y su volumen. Tampoco le caía bien Cosme, porque era un profesor poco ortodoxo, que no transitaba por la pista de asfalto de la instrucción oficial, que Camión vigilaba con ojos de Argos; sino que se iba por las ramas de la heterodoxia irresponsable con su experimento pedagógico del Árbol de la Sabiduría Nacional, lo que llamaba la teta de la tradición, con la que pensaba amamantar a las nuevas generaciones, poniéndoles en la boca la cereza del pezón del mito de la utopía arcaica andina.

La embestida de Camión fue directa: ¿Es cierto que a tu profesor le gustan las guaguas? Supongo que me eligió como posible delator por mi cara de chico listillo, que se notaba seguramente en mi mirada aviesa. Pienso ahora en la linda Anna Oppe, con su carita de luna, fresca como una flor silvestre, limpia como el sol; y me parece que era a mí a quien le gustaban las guaguas. Camión tomó mi turbación por una afirmación, que confirmó sus sospechas sobre el profesor Tiri. Lo que prueba una vez más que no hay fama libre de escupitajo. Creo que arruiné su carrera, o quizá lo salvé del peligro a que lo expone a un profesor soltero la presencia de unas guaguas atetitosas, quise decir apetitosas hasta para mi edad, en que comenzaba a apreciar las manzanas ricas, como las de la otra Ana, algo mayorcita, Ana Kauri. Lo cierto es que Cosme tuvo que dejar la escuela, su mundo.

No sé cuánto haya pesado mi declaración ante la Comisión Camión, pero siempre me he sentido culpable. Ahora pienso que debí precisar mi declaración, explicando a qué me refería cuando afirmaba que al profe le gustaban las guaguas. Esto tiene que ver con otro árbol, un altísimo pacay. El hecho (que debí consignar en mi declaración), es que en una de mis incursiones por los árboles yo había traído unos apetitosos frutos de pacay.

—¿Le gustan las guaguas, profe? —le pregunté ofreciéndole un manojo.

—¿Qué guaguas?

—Las que tiene en sus manos —le dije abriendo una vaina de pacay y raspando con la uña la envoltura blanca hasta dejar al descubierto la pepita negra.

—¡Ve usted! La semilla negra es la guagua envuelta en su cunita de algodón.

—Hablando de guaguas —me dijo muy serio—. Me he dado cuenta de cómo miras a Ana Oppe.

Ha pasado el tiempo. Anna Oppe tiene hijos mayores, le conté al profe la última vez que lo vi, justo antes de la encerrona. Las guaguas de antes son las madres de hoy, filosofó. Las canas les sientan a los maestros jubilados. También la filosofía; que ahora la precisan. Si Cosme sale de esta con vida no sé qué mundo le espera si su mundo ya murió, pensé de mala fe. El cinismo nos sienta a los jóvenes. Los hackers arrepentidos tenemos futuro con el Estado controlador. Para tapar mis actividades secretas, hago como que promuevo la lectura. Ahora que se acercan las elecciones, los partidos se pelean por contratar nuestros servicios, para hacer más espesa la atmósfera de humo y rencores de la política. Si nos metemos en las computadoras, ¿cómo no vamos a poder meternos en el cerebro de los jóvenes, hechos de ceros y unos? Es un juego. Cosme se va, es una pena. Cosmópolis llega, no es para alegrarse, ya verán, me dijo al despedirse. Que los dioses y los apus lo protejan y acompañen en el más allá, que nosotros sabremos arreglarnos en el más acá, maestro, pensé.

Nako


Escrito por

César Delgado Diaz del Olmo

Ensayista. Autor de Hybris, violencia y mestizaje; Garcilaso, el Inca mestizo. Publica el blog: Volcandideces


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